domingo, 18 de febrero de 2018

BRAVEHEART — WILD WILL WALLACE


Tan memorable por su violencia, lo es por
su dirección y, ¿por qué no?, los paisajes
(e interpretaciones)
Aun plagado de inexactitudes históricas, MEL GIBSON rueda un poderoso clásico que se beneficia tanto de los excelentes parajes como de logradas interpretaciones donde el impactante espectáculo de los salvajes combates redondean el resultado final, con largueza galardonado con los codiciados premios Oscar.

Esta cinta destila profesionalidad y buen hacer; Gibson, preparándose para los hitos más conspicuos y polémicos de su carrera como director, demuestra que ha tomado muy buena nota de las artimañas de los directores bajo los cuales ha trabajado, o son de su preferencia. Finaliza el adiestramiento descargando su propio sentido de la narración, caracterizado en este caso por un uso generoso de la cámara lenta.

La cámara lenta es un extraño/peligroso recurso; todos los torpes abusan de ella creyendo que su presunta suntuosidad de ritmo pausado tapará las deficiencias que pone en pantalla su mediocridad (en el mejor caso). Empero, Gibson la emplea como una herramienta estética. Eleva, hasta el grado de poesía visual, lo que los fotogramas registran. Una muestra está en la ejecución del bizarro WILLIAM WALLACE, hasta el final irreductible en sus aspiraciones de obtener la libertad para su amada Escocia, la del barquero del Lago Ness y sus leyendas urbanas sobre parajes góticos. Todo un personaje, digno de la desesperada imaginación de un embustero hambriento de atención ajena.

Hombre tocado en lo hondo por la violencia, la rehúye tanto
como puede. Pero este profundo amor frustrado generará
todo tipo de calamidades
La vibrante narración la complementa la elegante fotografía y la muy acertada partitura de JAMES HORNET, quien presta acordes prohibidos tocados con gaitas prohibidas a la enésima metáfora de la lucha por la identidad, la libertad y la dignidad de los individuos, cosa muy moderna para una Plena Edad Media donde eso ni se lo figuraban.

Pero sintoniza con el espectador actual, atraído además por la efusión de batallas y sus cruentas secuelas. Poco recato posee, el de las antípodas, al mostrar mutilaciones y sablazos que abren caras y cráneos. No llega curiosamente al regodeo, como sucede con los tiroteos desbocados de JOHN WOO, donde no bastan dos o tres proyectiles para matar a un hombre; descargan dos o tres cargadores, cayendo en el sadismo gratuito. Pareciera querer desmitificar la violencia, al emplearla tal como lo hace, al perfilar la crueldad del rudo esfuerzo necesario para matar a un hombre, así como qué daño las heridas infligidas causa. Duele todo eso, ¿verdad?

Un rey para la eternidad; PATRICK MCGOOHAN encarna
a la perfección el arquetipo del monarca medieval, con su
propia aportación dinástica
Gibson es consecuente con la furia desatada en luchas de esa naturaleza. Época violenta, donde el barbarismo era argumento común, manifiesta apropiada lógica; no hay una esgrima “de salón” que ‘eternice’ los enfrentamientos el cómodo tiempo que el espectáculo requiera, sino que se ven a estos tíos descargando hachas y espadas como si partieran leña, no troncos humanos.

Como villano alza al artero EDUARDO I, que ejecuta (espero no incurrir yo ahora en desajuste histórico) las retorcidas artes de su antepasado, JUAN SIN TIERRA. Evidencia un apetito por el poder que tiene su contrapartida en el ROBERT BRUCE carcomido por la lepra. Aunque… mientras Eduardo I se aferra a un bosquejo de imperio, sin detenerse en melindres, su réplica escocesa codicia el poder al creerlo la forma de dejar un legado duradero más allá de unos hijos que podrían dilapidar enseguida la fortuna así amasada.

Habrá sangre; a hectolitros; en todos los bandos
Y el romance como elemento último, el amor sin fin que perdura a través de los años y supera la misma muerte, edulcora la fuerza bruta plano tras plano rodada, consiguiendo así ganarse al público femenino del mismo modo que la tragedia de Wallace prende el corazón de la desolada princesa francesa interpretada por SOPHIE MARCEAU.

Un éxito total que pone los dientes largos; genera la eterna pregunta de: ¿por qué aquí no podemos hacer películas así? La idiosincrasia y el gusto por el riesgo, me temo.