lunes, 6 de mayo de 2013

STALINGRAD — EL FRÍO, EL FRÍO…

Afiche germano. Esto no es SALVAR AL
SOLDADO RYAN, cuyo espectáculo
disfraza su absurdo argumento

JOSEPH VILSMAIER, director de este impactante filme antibélico, debió inspirarse en la novela GENERAL SS, de SVEN HASSEL, el vívido cronista del Frente del Este, para recrear un episodio de la más encarnizada batalla del siglo XX. Una vez conoces la Batalla de Stalingrado, se vuelve un tema histórico absorbente del cual deseas saber con la máxima amplitud y rigor posible. Pero arrojó demasiadas historias, versiones, como para tener un esquema completo del suceso.

Vilsmaier se centra en un reducido pelotón de soldados alemanes que van padeciendo, física y anímicamente, el fatal revés que el hasta entonces invencible Ejército alemán sufrió. La Batalla de Stalingrado tuvo dos significativos prólogos previos (Leningrado y Moscú) que a mandos militares más responsables previnieron de la tenacidad soviética y el riesgo de oír cantos de VALKIRIAS inexistentes como los que cegaban al fanatismo nazi y a ADOLF HITLER.

Héroes sin pinta de serlo, tal el patrón propagandístico
usual (CAPTAIN AMERICA). Sólo THOMAS
KRESTSCHMANN (el segundo, como VON WITZLAND)
parece el icono ario perseguido por los nazis
HANS VON WITZLAND (T. KRESTSCHMANN), el teniente que se ocupa de la compañía de asalto que debe participar en la conquista de la Marmita de Stalingrado, encarna a ese fanático ingenuo convencido de la superioridad del teutón. Mas no está del todo/completamente corrompido por el nazismo, y demuestra sentimientos humanitarios por los enemigos capturados, en obediencia a una creencia moral que el nazismo había eliminado (o amplificado su sadismo) en otros mandos, como el CAPITÁN HALLER (DIETER OKRAS), o el COMANDANTE KOCK (OTTO SEVCÍK), aunque en este último parece una consecuencia misma de la guerra. Estamos en pleno asalto; no podemos parar y restar fuerzas tratando a los prisioneros. ¡Se siente! ¡Fusílenlos! Aquí nada pinta que sean rusos, comunistas o marcianos. Es lógica.

Bienvenido a la Marmita de Stalingrado; el suboficial pelota
y fanático intenta congraciarse con el aspirante a héroe
prusiano con tabaco
Von Witzland es un idealista con encomiados principios marciales prusianos. Procede de una familia de héroes (los que nunca llegan tarde). Se lo espetan con hiriente ironía cuando, harto y con los ojos bien abiertos merced a la abrasadora barbarie de la guerra, ya no cree en nada de cuanto le imbuyeron. La pérdida de esos principios, siempre encerrados en elevadas urnas que preservan su inmaculada virginidad, deja a un sujeto nuevo que con harapos pretende construir su mejor identidad.

Von Witzland descubre que el Manual del Héroe Prusiano
no informaba del pánico que produce en sí la guerra; su
mito, desaparece en este asalto
Caracteriza al alemán tundido por el Tratado de Versalles, donde las potencias aliadas vencedoras humillaron (más de lo debido; aun H.G. WELLS lo destacó) a Alemania. Crearon una potente depresión, moral y económica, que favoreció el auge de Hitler y los suyos, un “iluminado” y “mesiánico” que resumía su discurso en un: Recuperemos los cojones, porque fuimos (y seremos) una Gran Nación que no merece este maltrato. Y muchos creyeron ese sueño. Los populismos, y sus líderes, tienen eso: un mensaje lleno de Consignas A Medida que una Rutilante Propaganda bien aceitada inserta profundamente en la gente. Hay que ser fuerte y estar muy alerta para evitar su peligro.

Por tanto, Von Witzland creía que morir por Dios, la Patria y la tarta de manzanas (o su equivalente alemán), era prez familiar, y tener la fotografía de dos héroes caídos en combate en la sala de estar, indispensable. El escaqueado oculto en un despacho, sólo aportaba deshonra. Stalingrado le proporcionaba oportunidad de ser ese retrato.

Las penalidades desalientan el heroísmo; el poderoso
Ejército alemán debe combatir "a cuerpo desnudo" contra
los T-34 rusos
En su unidad hay vets desencantados con lo glorioso de la guerra, como REISER (DOMINIQUE HORWITZ) y “ROLLO” ROHLEDER (JOCHEN NICKEL), imagen de personajes que “acompañaban” a Hassel en sus novelas. Procedentes de El Alamein, ya no ven nada épico en diñarla por la patria y ganar cruces de hierro. Rollo, a quien en Italia se la negaron, aún la codicia, no obstante. Es una condecoración prestigiosa que recaba respeto, y pese a su lesivo cinismo, cumple con su deber. Está experimentado y sabe cuándo esquivar el riesgo o las balas. Von Witzland y su rollo de übermench ario (el único que responde estéticamente al patrón perseguido por el nazismo) se la traen floja. Prefiere llegar a mañana.

Aun así, se consiguen actos heroicos que no tendrán
reflejo en los anales ni las concesiones de medallas
Reiser sin embargo queda obnubilado por la moral de Hans. Es como si contactara con algo dentro de sí; se siente un ejemplo que mostrar al mundo, afirmando: Sí, vivo en un régimen militarista autoritario. Visto su uniforme. Pero no soy de ellos. Soy una persona decente que no comulga con sus carnicerías ni atropellos. Me alisté porque era la mejor opción laboral en mi país entonces, y los aliados nos habían humillado. Mi amor propio exigía esa respuesta. Quizás me engañaron. Intento sobrevivir.

Vilsmaier pinta a Von Witzland y Reiser como víctimas de un espejismo monstruoso y ejemplos de honestidad en tiempos difíciles de imaginar. Como muestras de alemanes buenos inmersos en un caos de malvados y exaltados que desgraciadamente les representaban. Y Rollo, pese a su astucia y preparación, acaba a la deriva de corrientes opuestas. Según la batalla se endurece y aumentan las privaciones, termina en el batallón de castigo, Rollo decae, se difumina, pierde entidad. Obedece a la primera voz tonante por mero reflejo. Es un áncora a la realidad, aunque sea ésta. La nada es peor.

Y, ¿por qué no? Un poco de brutalidad con la población civil
para recordarle al mundo que ellos son los amos
El personaje de OTTO (SYLVESTER GROTH) interpreta al germano, civil o militar, que quedó atrapado por el canto de LORELEI hitleriano en cualquier mitin y de vuelta a casa descubrió sus absurdos. Pero era tarde para oponerse al Régimen. Muchos otros, fanatizados, lo apoyaban. El Ejército, hambriento de su dignidad arrebatada, creía en Hitler y sus planes revanchistas.

Éstos sólo podían conducir al desastre, entendía. Lo vio antes que nadie claramente. Pero no podía eludir una corriente de atrocidades avaladas por otros oficiales; se volvió un sobreviviente descreído. Su suicidio tiene mucho de simbólico; pronuncia “Heil Hitler” y se mata, como afirmando que seguir a tipos así conduce al precipicio.

Un desastre de proporciones colosales que el hielo fue
sepultando e hizo que la guerra se decantase, al fin, a
favor de los aliados. El coste: mucha gente buena
que no merecía terminar así
Vilsmaier no construyó un filme de héroes ni exaltaciones guerreras, sino una terrible fábula de hombres (o mujeres, como IRINA —DANA VÁVROVÁ—) comunes víctimas de sucesos increíbles propiciados por circunstancias excepcionales. Si hay reivindicación en su cinta no es a favor del nazismo, o el Ejército alemán, sino del Hombre que intenta mantener intacta tanta de su dignidad y cordura como sea posible pese a tales acontecimientos. Y recordarle al mundo qué peligrosa demencia es la guerra, presentaba empero como un proscenio de héroes inmaculados, sin dudas, ni miedos, en vez del dantesto espectáculo de devastación y degradación que en verdad es.

Vuestro Scriptor.

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