Afiche. La ley se impone a escopetazos del 12. Sobre todo, si escapas al ritmo de los fotogramas de SAM PECKINPAH |
WALTER HILL y SAM PECKINPAH vieron en esta novela
de JIM THOMPSON elementos dignos de resaltar y que el escritor, por lo que fuese,
desechó o se le escaparon. Tenía una idea in
mente, que transcribió. Los autores primero mencionados, sin embargo, inyectaron
brío, más nervio, a la huida de DOC y CAROL MCCOY por los parajes tejanos,
pintorescos por sus sheriffs de blancos sombreros y botas de cowboy.
La cinta es puro made in Peckinpah, una forma de relatar hechos que le distinguían
de cineastas contemporáneos, o pasados. Su impronta se ha hecho notar, tónica,
en el cine de Hong-Kong, como JOHN WOO testimonia. Empero, mientras que para el
asiático la violencia es un exceso absurdo de acrobacias y sadismo, para el
norteamericano era algo estético, artístico, bello.
Rueda un tema con el que se identificaba:
el perdedor que logra triunfar. McCoy está entre rejas. Urde un plan para
abandonarlas, lucrándose de paso. Y procurar salir tan indemne y rico del trance
como sea posible. La película despide corrupción por doquier; a la novela, más
interesada en imprimir en el lector una moraleja moralista (el crimen NO paga),
cuesta vérsela. En sus párrafos, es casi tangible la esencia del Deux Ex Machina
a fin de que la trama avance. En la versión filmada, todo cuesta trabajo.
Los sujetos corruptos abundan en esta historia; mucho mejor descritos, con motivaciones más simples y directas, que en la novela |
Se maquina el robo; sale mal; las
traiciones se intuyen sin esfuerzo; los malos (RUDY) son retorcidos y crueles,
dejándolo bien claro casi desde el primer fotograma que ocupan. Mas Doc McCoy
despide una aureola de buen samaritano criminal que la siempre competente
interpretación de STEVE MCQUEEN envuelve en mayor glamour. Te cae bien el tío. Quieres que escape, salga muy bien
librado.
Y los momentos en que se lo complican,
abundan. El arrojo, la violencia, la fortuna, le permiten superar trabas. Carol
procura seguirle, mostrando un temple que en el libro, aunque nos afirman está,
también en ocasiones cuesta vérsele.
RUDY es un sádico que tiene la suerte de dar con gente dispuesta a colaborar con él, ora por vicio, ora por miedo. Este también mejora, con respecto al del libro |
Tenemos la enorme fortuna de que guionista
y director nos ahorren los capítulos en que los McCoy pasan penurias según van al
santuario de criminales, y que Thompson, tengo claro, desarrolló para impostar
su mensaje de que la delincuencia es sucia, arrastra secuelas hasta letales.
Aquí no hay un semimítico refugio al que ir, sino el empeño por cruzar a Méjico
para reiniciar su vida como mejor pudieran.
Cruzándose con sujetos más propios del TBO
que de la novela negra. Matones un tanto “aviñetados” que obligan a Doc a lucirse
con su escopeta de corredera del 12 en el hotel, el duelo culminante de la
película. Hasta allí Rudy se arrastra con su rehén, la furcia que acaba
pagándolo caro (y confirmación de que hay mujeres que gustan de los hombres
violentos, lo cual comporta hematomas), siguiendo algunos lógicos pasos que se intuyen en la novela. Es otro paradigma
de Divina Providencia en Acción. Simplemente aparecen en la puerta del bungalow que ocupa la pareja, donde McCoy
lo mata de modo estúpido.
¡Misión conseguida! La huida se corona con la ayuda inesperada de alguien que quiere una tajada, modesta, y que simpatiza con los perseguidos |
Doc sostiene un enfrentamiento con el
maleante, aunque un tipo tan malo merecía morir de modo más doloroso, o
destacado. Lo importante, en todo caso, es destacar qué cambio sufrió la
mentalidad moral norteamericana, conmocionada por el magnicidio de JFK, el acoso
al KKK, Vietnam, proceso ocurrido en un plazo de tiempo relativamente corto. Llegó
un cínico desencanto generacional dDocescrito en su cine. Mientras la novela procura
aleccionar, la película glorifica al villano. Le brinda aureola de héroe, y a
la autoridad, la del dragón que obstaculiza su meta. Al revés del libro.
Peculiar la metamorfosis, y más en una
Sociedad que parecía inmutable en unos principios tenidos por sagrados.