Creo que persiste lo de comprar libros
por metros, o peso. Lujosas ediciones con las que deslumbrar a las amistades (costumbre
de nuevos ricos es) y así simular una cultura que, interiormente, se detesta.
Uf: tantas letras, montones de páginas encuadernadas con primor, y filos de
oro. Cortantes. Qué va. Podría darme tétanos.
El libro es algo extraño. Transmisor de
ideas, pensamientos, experiencias, ocio, aun “nos habla” de y desde épocas
realmente remotas. Y, conforme a la idea expresada más arriba, pienso que no
importa tanto el continente como el contenido, que debe reclamar nuestra
atención en realidad: hemos de asimilar, comprender, meditar, lo leído, y para
eso vale una competente edición modesta incluso. Y, últimamente, publican
económicas ediciones de bolsillo que no tienen nada que envidiar a las caras.
Porque quien ama los libros los cuidará con idéntico celo tanto si poseen la
mejor encuadernación del mercado, como si es en bolsillo.
Pero si careces de esa capacidad de
análisis, ya puedes tener la Biblioteca de Alejandría entera en el formato más
espectacular editado jamás que de nada te va a servir, salvo para aparentar.
El libro, ese objeto extraño: amenaza
para los totalitarismos, un arma para reclamar la libertad o exponer las
injusticias, un artículo que induce a la locura para el vulgo, un depósito de
conocimiento, reflexión, esparcimiento, un objeto, incluso, utilizado para presumir,
cuan fetiche de vanidad.
Vuestro Scriptor.
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